LA ODISEA
LA ODISEA (PARTE I)
Cántanos, Musa, la historia de Ulises,
el hombre de mil rostros, quien al finalizar la funesta guerra de Troya vagó
por el inmenso mar infecundo, pues los dioses condenaron a los jefes griegos a
sufrir terribles penalidades por los actos impíos cometidos durante el saqueo
de Troya. ¿Qué cruel impulso empuja a los hombres a la guerra, al exterminio de
su raza? Es el afán de riqueza. Pero la verdadera guerra, la que mayor botín
logra está en el interior. Ésta fue la enseñanza que nuestro
hombre aprendió en su regreso a casa. Tantas penas padeció en el mar,
tanto se arrepintió de la violencia, tras tantos años de naufragio, que el
océano furioso que le rodeaba se calmó para siempre un día.
Comienza el relato en las islas de los
Cíclopes, gigantes engendrados por Poseidón. La barca con sus compañeros de
expedición atracó en sus islas. Atrás habían dejado la tierra de los
lotófagos, cuya flor de loto consumen los hombres como alivio a sus penas,
amapola maligna, que mataba el espíritu y hacía olvidar el regreso al hogar. El
mar vinoso se oscurecía aún más cuando se acercaban a las islas malditas, un
horror que ningún humano osó explorar jamás.
Atracaron en una ensenada que suavizaba
el empuje espumante de las olas. Con algunos de sus compañeros nuestro hombre
se adentró en una de las islas. A su paso se interponían plantas gigantes,
arbustos que se elevaban hasta el cielo e insectos descomunales que igualaban
en tamaño a los hombres. Al pie de una alta montaña se abría una gruta oscura y
en ella se adentraron. Vacía y hosca la hallaron, pero vieron que un ser
monstruoso y enorme la habitaba y que en ella guardaba su rebaño. Allí saciaron
su hambre con los víveres que encontraron. Al caer la tarde, cuando el cielo
con sus dedos anaranjados refleja sobre la tierra y los océanos, regresó el
pastor siniestro con su ganado.
Polifemo, gigante infernal con su enorme
ojo, su frente huidiza y una voz ronca que resonaba en las profundas cavernas,
tomó en sus ásperas y descomunales manos a dos de nuestros hombres y los
introdujo en sus pestilentes y deformes fauces. Con sus afilados y cariados
dientes trituraba la carne y los huesos mientras estos sacudían sus miembros
incapaces de soportar tanto dolor. Con su fresca sangre se bañaba el cuerpo del
monstruo horrendo. Todo era horror y asco en la gruta oscura e infernal. Nada
humano había en la deforme mole. No fue creado por los dioses sino por los
demonios de ultratumba. El funesto Poseidón, rey de las tormentas oceánicas que
engullen a tantos hombres, le tutelaba. Ni un solo soplo de aliento divino tomó
en su alma la inmunda bestia. No pudo Ulises contener el vómito ante la visión
terrible y cayó desmayado.
Una treta vino a su ágil mente durante
el desmayo, pues a través de la mente que nunca duerme encuentra la salvación
el hombre. Con un tronco de olivo, Ulises y sus compañeros construyeron una
afilada lanza para cegar al gigante y escapar de sus crueles fauces. Cuando el
monstruo hubo digerido su impía cena, el sagaz Ulises le ofreció el dulce
néctar que guardaba en las ánforas, vino afrutado que en su justa medida
adormece aliviando la fatiga del mundo.
“¿Quién eres tú, extranjero, pues me
ofreces este vino oloroso?” Dijo el monstruo.
“Nadie, me pusieron de nombre al nacer y
Nadie me llaman todos.” Respondió Ulises.
La bebió toda de golpe el gigante necio
y sufrió el exceso del licor escarlata, cayendo desplomado sobre la tierra,
cual cuerpo sin vida.
Fue entonces cuando el sagaz guerrero
alentó a sus compañeros y, cargando con la lanza, la dirigieron contra el
monstruoso ojo de la bestia ahíta de alcohol. Estalló el globo ocular,
desprendiendo el humor vítreo que se deslizaba viscoso por su frente arrugada,
entre gritos intensos que hacían eco en las paredes rocosas del antro, hasta
que Polifemo empujó la puerta de piedra con rabia.
“Hermanos cíclopes, ayudadme, Nadie me
ciega, Nadie me ha clavado en el ojo una afilada lanza”, dijo el insensato
Cíclope.
“¿Por qué nos molestas, hermano? Si es
Nadie quien te daña, no hay daño alguno.” Respondieron ellos.
Así pasó la noche entre sollozos y
vómitos, con la rabia hirviendo en su acerbo pecho y rompiéndose a golpes los
ensangrentados nudillos en la dura roca. Rompió la aurora con su manto blanco
ciñéndose a la tierra, entre el gemido chillón de tiernos corderos hambrientos.
Se alzó la ciega mole y abrió la enorme piedra que cerraba el antro, su rostro
bañado en sangre espesa, elevando el grito de furia al cielo, “Padre, rey de
las corrientes oceánicas”, decía por primera vez arrodillado, “un extranjero me
cegó la vista y ni la luz, que nutre al mundo, percibo. Nadie me dejó en las
tinieblas perpetuas. Venga a tu hijo”.
Ulises y sus compañeros se ocultaron
mezclados con el rebaño para salir a salvo de la caverna. Alcanzaron ágiles,
entres las sombras frescas de la frondosa vegetación, las barcas. Así grito al
gigante cegado mientras sus compañeros remaban:
“Maldigo tu raza, que practica el
canibalismo. Zeus y el resto de dioses ya se han vengado por tus actos impíos.
Ulises me llamo, yo fui quien te negó la luz del cielo para siempre”.
Polifemo cogió la roca más grande que
halló en la isla y la arrojó contra el lugar de donde provenía el grito
rabioso. A punto estuvo de destruir el barco, pero se hundió en el mar sereno
levantando una ola inmensa que empujo el barco de nuevo a la deriva.
Llegaron a la isla flotante de Eolo,
dios de los vientos. Acogió al héroe griego en su palacio, escuchó sus
lamentaciones y le regaló un odre atado con hilo de plata en el que había
guardado todos los vientos, excepto el Céfiro, brisa marina del oeste que impulsaría
las velas de su barco hasta Ítaca. Pero cuando ya divisaba las costas de su
amada patria, el sueño, hermano de la Muerte, pues solo la mente en vigilia
constante no sufre, comenzó tímidamente a cerrar sus ojos y dos de sus
compañeros, creyendo que el odre contenía algún tesoro concedido por el dios
Eolo, abrieron el presente divino, escapando los vientos con furia
incontrolable, impulsando sin control las velas, empujando el barco al interior
del mar anchuroso.
Atracaron en una isla envuelta en una
niebla inquietante. Descansaron en la playa, mientras Ulises ordenaba a tres de
sus compañeros explorar el lugar. Éstos hallaron un palacio oscuro, rodeado de
lobos y tigres hambrientos. Una hechicera de negros cabellos salió a su
encuentro ofreciéndoles una bebida aromática. Dos de ellos, apenas la bebieron,
se convirtieron en bestias. Huyó el tercero corriendo entre sollozos de regreso
al barco.
Contó éste lo ocurrido a Ulises. Se
encaminó el griego solo para enfrentarse a la hechicera y recuperar con vida a
sus amigos. En el camino apareció Hermes, mensajero divino de sandalias doradas
y alma transparente. Así habló al griego con palabras aladas:
“No quieren los dioses que seas
hechizado por la maga. Mastica estas hierbas antes de beber su pócima, que ella
misma elabora con sus lágrimas amargas mezcladas con dulce néctar.”
Así hizo el astuto Ulises mientras
alcanzaba el palacio de la hechicera. Circe, hija del dios sol, de negros
cabellos sujetos con pañuelos de seda, apareció en el patio principal con su
túnica oscura y su belleza sureña. Ofreció al náufrago asiento en la alfombra y
le dio a beber su pócima. No surtió efecto por el antídoto divino que había
ingerido.
Fue entonces cuando apuntó el cuchillo a
la carótida hinchada de la maga. “A pesar de ser una divinidad, tienes algo
oscuro en el alma. Haz que mis compañeros vuelvan ahora a su forma humana.”
Dijo, capaz de enfrentarse a sus encantos.
Así lo hizo Circe y al perder su magia
mostró toda su flaqueza y su dolor, hiriendo profundamente el corazón piadoso
de nuestro luchador que la estrechó contra sus brazos dura y tiernamente.
Durante meses Ulises y sus compañeros permanecieron en Palacio, reposando su
fatiga y su indigencia. Cuando todos hubieron recobrado las fuerzas, Ulises,
ansioso por el regreso, pidió consejo a la hechicera para volver al hogar.
“Debes preguntar el camino a la sombra
del adivino Tiresias, que habita el Hades. Busca una isla volcánica más al
norte. Verás lava ardiente en la cúspide de la montaña. Asciende por sus faldas.
Cuando llegues a lo alto y el calor de sus humos irrespirables te asfixie, abre
una herida en tu brazo de la que mane abundante sangre. Sigue el fluir de su
curso serpenteante y hallarás las puertas del Hades, cinceladas en la negra
roca. Hallarás las sombras de los muertos, almas que no pudieron elevarse como
el viento se eleva a lo alto y descendieron al fuego. Los más terribles hombres
son castigados con las más duras condenas por su comportamiento en vida. Arden
y jamás verán el azul del cielo de nuevo. Busca al adivino Tiresias entre
opacas y tristes sombras. Él te revelará el camino de vuelta a casa.
A la mañana siguiente, Ulises con sus
compañeros se dirigieron al norte y desembarcaron en la isla volcánica que
había mencionado Circe. Pronto, siguiendo los consejos de la maga, siguió el
curso brillante de su sangre escarlata, se adentró en las puertas del Hades y
descendió por su granítica gradería hasta el corazón del Tártaro.
Allí se encontró con el demonio venido
de tierras incógnitas, de ultramar. Sufría eterna condena por arrojar a las
islas orientales el fuego destructor que causó una devastación tan terrorífica
e inhumana. Ante su vista se mostraba una cantidad innumerable de deliciosas
frutas en un hermoso vergel. Quería saciar su hambre atroz, pero cuando se
acercaba al fruto apetecible que una bella dama le ofrecía, la visión se
desvanecía y se volvía lejana y dolorosa sombra que se adentraba en las
profundidades del Tártaro. Padecía la sed más severa y ante sus ojos ardientes
y su boca reseca se mostraba la más clara y cristalina fuente que jamás
existiera. Una Náyade desnuda de infinita pureza la sostenía en un cántaro. En
el fuego eterno que envolvía la gruta inmensa, se evaporaban el agua y la ninfa
cuando acercaba sus labios sedientos y no podía aplacar su infinito dolor.
Allí vi también al mayor terror de las
hordas bárbaras que tantas víctimas causará, millones de inocentes muertos por
sus manos, una oscura bilis se veía en su entraña, abierta por el afilado pico
de un águila negra. Zeus le había encadenado en posición de cruz a la roca de
la montaña más alta del Tártaro; ningún respiro hallaba en la terrible cima.
La feroz águila devoraba su entraña
durante el día, la oscura sangre goteaba poco a poco y se deslizaba por la roca
volcánica. El mismo dios justiciero cosía sus tripas durante la noche y así se
regeneraba el intestino de la bestia y volvían a ser engullidas por el ave
siniestra. El monstruo inmundo no hallaría descanso ni un segundo a este atroz
castigo hasta la eternidad.
El tirano sanguinario de la estepa
asiática, piel blanca y alma oscura, que fuese ejecutor de tantos hombres;
sádico y cruel, aniquilaba a sus víctimas como sacrificio a la oscuridad
perpetua. Zeus le obligaba a cargar con hombros, brazos y espaldas, desnudo,
una ingente roca hasta lo alto de una montaña. El pecador, bañado en sangre, la
piel desollada por el áspero mineral y exhausto, no podía superar la última
rampa de la cúspide y caía la roca hasta la falda de la montaña y así su alma
ardía en el Hades, su piel en carne viva, herida cada instante por los vientos
abrasadores del Tártaro.
Entre tenebrosas sombras apareció el
adivino Tiresias, ciego en la oscuridad y sollozando, mas un cierto brillo se
adivinaba en su alma, como aquel que conoce la verdad, aunque no pueda
abrazarla.
“Navega hacia el Oeste. Tres terribles
pruebas has de pasar todavía: la isla de las sirenas cuyo dolor y encanto te
ahogarán en las penalidades marinas, Caribdis, monstruo de las profundidades
oceánicas y Escila, serpiente de seis cabezas y afilados dientes. Cuando las
hayas superado llegarás a la isla de Calipso.”
Tres veces por el empuje de la soledad
en el Hades quiso Ulises abrazar al anciano, tres veces se desvaneció la sombra
sin cuerpo cual ilusión vana o espejismo y abrazó la nada.
Junto a un pequeño islote de aguas
claras y playas de arena blanda e inmaculada nadaban las sirenas, las más
hermosas ninfas de los océanos, entre sonrisas y cantos. Los miembros
inferiores marinos para el nado ágil a través de las espumantes olas, el
femenino torso desnudo y sus largas melenas cubriendo sus delicados senos.
Su canto, a veces una voz melodiosa que
dulcificaba los sentidos hasta extasiar por completo la mente, a veces un grito
agudo y hondo de dolor, que abría una herida profunda en el alma, ahogando el
suspiro atormentado del hombre, que se aferraba entre lágrimas a los remos de
su barca, incapaz de soportar tanta amargura y tanta dulzura unidas en el
tierno corazón de las sirenas. También su ira divina era temible e implacable
mientras se alejaba el griego con su barca, exhausto y a merced del mar sin
límites...
Continuará...
LA ODISEA PARTE 2
Así, atado Ulises con cuerdas al mástil
de la nave, pasaron la isla de las Sirenas, circundada de lustrosos esqueletos,
víctimas antiguas de sus dulces palabras y se adentraron en el infecundo y
extenso mar hasta llegar a un estrecho. En uno de sus extremos se abría una
oscura y lóbrega gruta, bostezo profundo de escarpados acantilados.
En ella se ocultaba ingente y cruel
monstruo marino, Escila, sus doce pies informes ocultos en la gruta, sus
múltiples cuellos y cabezas, provistas estas de afilados dientes, se cernían
sobre las presas del mar. Por el otro
extremo se ocultaba en el hondo mar, Caribdis, monstruo que absorbía primero y
vomitaba luego las aguas y todo cuanto descansarán en ellas. Recordó entonces
el hombre de mil rostros la advertencia de Circe: que no combatiera con armas a
Escila para no excitar su cruel ferocidad.
El horror, miedo a la muerte dolorosa
que los acechaba, se apoderó de sus compañeros al contemplar a Escila, que
acometió con sus seis cabezas a otros tantos de ellos, desgarrando los
sanguinolentos miembros con sus incisivos dientes, que penetraban la carne sin
apenas ejercer presión. Suplicantes extendían las manos en terrible agonía. El
pánico, mezcla de miedo al dolor extremo y a la muerte, penetró en el corazón
de nuestros hombres. Nunca la mente de Ulises grabó tan espantosa visión.
Una vez liberados de los duros peñascos
y los monstruos marinos, nuestros hombres llegaron a la bellísima isla del dios
Sol y allí apacentaban en tiernísimos pastos recias vacas y ovejas sagradas del
lucífero dios. Recordó la advertencia de Circe y Tiresias Ulises a sus hombres
de no atracar en sus playas, pero estos, fatigados y exhaustos de vivir como
estaban, le convencieron de hacerlo. Una prohibición les lanzó el de los mil
rostros: que no sacrificaran ni vaca ni oveja del dios que ve y oye la realidad
completa, no fragmentada como los hombres.
Y así, un mes estuvieron comiendo los
víveres de Circe, hasta que estos empezaron a escasear. El hambre punzaba en la
entraña de los hombres, pues ningún dolor humano es más atroz que el hambre
ponga fin a la vida y no hay alma en la historia que nos haya enseñado a
superarla con su ejemplo. De ese modo apresaron las mejores reses y
degollándolas asaron y comieron la víscera palpitante que emanaba recio olor,
mientras Ulises dormía.
Lampetia, rayo primogénito del Sol,
informó a su padre de la muerte de las vacas y este suplicante se dirigió al
ancho cielo para pedir a Zeus venganza. El creador de nubes prometió justo
castigo a Ulises y sus hombres, lanzando rayo fulgente y letal contra las
naves. Al séptimo día de gozar la carne de res y henchir sus vientres
insaciables zarparon con la mar sosegada buscando el retorno a su patria.
Cuando a sus ojos solo se abrían el mar
anchuroso y el vasto cielo, Zeus, que reina en lo alto, elevó negra nube que
oscureció las aguas y lanzó fuerte tormenta sobre el océano inmenso y viento
huracanado que quebró el mástil. La madera cortante cayó sobre el timonel y en
su cráneo hizo espantoso quebranto. Después del cielo sombrío rompió fúlgido
rayo sobre la nave que crujió trémula arrojando a los compañeros a las
profundidades marítimas mientras Ulises se aferraba al mástil para seguir con
vida.
Agarrado al mástil, estuvo nuestro
hombre a merced de las olas del mar intranquilo hasta que en el décimo día
llegó a las costas de la isla de Ogigia, en la que habitaba Calipso, divina
entre diosas.
A pesar de la fatiga y el hambre, pudo
contemplar nuestro hombre la más paradisíaca de las islas que jamás conociera.
Sus aguas turquesas y transparentes, sus arenas blancas y vírgenes, apenas
holladas por los hombres, su vegetación tropical y su cielo límpido extasiaron
los sentidos de Ulises que yacía debilitado en la playa, esperando a que
alguien pudiera socorrerle.
Cuando despertó del sueño, apareció
antes sus ojos febriles la perfecta silueta de Calipso. Sus negros cabellos,
las bellas proporciones de su rostro, sus ojos tiernos y toda la hermosura que
ojos humanos jamás contemplaran se concentraban en ella. Posó su blanca y suave
mano sobre el rostro atormentado de Ulises. La dulzura de su alma y sus divinos
sentimientos al instante enternecieron el corazón de nuestro héroe, del que
brotaron lágrimas jubilosas. Se creía muerto y ahora la belleza y la bondad
supremas le tendían la mano. Aferrado a su cintura y con dificultad en sus
trastabillados pasos, la diosa lo acompañó hasta su cueva, en mitad de la
maravillosa isla.
La cueva era un lugar apacible surcado
por numerosas fuentes termales. De las pozas que estas iban formando brotaba un
vapor cálido que inundaba la gruta. Al inhalar estas tibias emanaciones la
mente de nuestro héroe se aquietó. Calipso le dio de comer y beber ambrosía y
dulce néctar con el que volvió a recuperar su arrebatado vigor. Ungió su cuerpo
con aceites perfumados y en los corazones de ambos prendió la chispa del amor y
las miradas de ambos se posaron rendidas en el otro, entregadas serenamente a
la luz que irradiaban. Ulises conocía su traición, pero, ¿qué hombre puede
abstraerse de la belleza y bondad máximas? ¿Qué hombre puede renunciar a
poseerlas?
Allí en la calidez de la cueva, hicieron
el amor con la máxima ternura, acariciándose suavemente como si fueran sus
cuerpos frágil cristal, envueltos por la calidez del vaho y el sudor, sin
apartar los ojos de su par y el goce fue tan placentero que se olvidaron de sí
mismos y de las palabras y del tiempo, solo quedaba en sus mentes un deleite
sereno, una energía plácida que discurría sutilmente por sus venas, un
embelesamiento que aquietaba los nervios y presintieron que se prolongaba el
deseo que los inundaba en otra vida. Así era la naturaleza del placer que los
arrastraba. El hombre y la mujer han perseguido el placer del amor desde el
origen de los tiempos, por no estar satisfechos con su naturaleza profunda, y
así se ha multiplicado el mundo y la realidad.
Pero al placer sobreviene el dolor y
tras el éxtasis de la carne y el espíritu, Ulises sintió el corazón abrirse con
el filo cortante de la traición y el engaño que cometía con Penélope. ¿Cómo iba
a perdonarle y a perdonarse? ¿Cómo iba a mirar sus ojos inocentes con la sombra
de la traición que nublaba los suyos?
Sabía que el dolor que en Penélope iba a
provocar la confesión de su engaño iba a ser infinito. Sabía que la iba a
arrastrar al límite del sufrimiento. Que la ira y el rencor se apoderarían de
su corazón y que quizás no podría perdonarle. Todos estos pensamientos, unidos
al recuerdo doloroso de su hijo, atormentaban duramente la mente de nuestro
hombre. Pero era imposible resistirse al deseo natural y se había enamorado
profundamente de Calipso. Pues, ¿quién puede resistirse al amor humano? Desde
el centro del corazón ese afecto y ese deseo se va extendiendo al resto de las
venas y por la sangre circula ese néctar meloso, esa savia primigenia que nos
impulsa a prolongar nuestra vida en otra vida. El fortín del alma se había
rendido a los encantos de Calipso. Dicen los sabios que el amor más alto está
libre del deseo, de los celos, de la posesión, que solo cuando has disuelto el
centro de nuestro ser, que es el ego, puedes amar realmente. Pero Ulises era un
ser mortal, incapaz de alcanzar tan elevados actos, no era libre y había sido
sometido por el amor humano. El hombre que puede resistirse a una diosa, es
totalmente libre y no necesita mujer alguna. Ulises no lo era.
Entretanto la discreta Penélope seguía
en Ítaca con sus labores diarias. Ulises sentía un profundísimo amor y cariño
por ella. Tan hondo era el cariño que cuando la recordaba se le inundaban los
ojos de dolorosas lágrimas. Penélope era la entrega desinteresada, una humildad
sin límites que embellecía su alma soberbiamente, el esfuerzo en cada acto, la
ternura grandiosa, su bondad magnánima y la devoción ferviente al marido. La
hermosura de su dulce rostro era serena, la ternura de su carne apta para el
abrazo inmenso, sus vivos ojos emitían un chispazo de luz entrañable. Había
respirado Ulises tantas veces la fragancia del amor en sus negros cabellos, en
su noble frente… Estos pensamientos abrían una herida profunda en el corazón de
Ulises, pues sabía que tenía que abandonar a su pesar Ogigia y quería volver a
Ítaca para envejecer junto a Penélope y poner fin a sus días a su lado.
Y llegó el momento que Ulises y Calipso
tanto habían temido. El paso del tiempo había menoscabado el vigor y el brillo
de Ulises y el deseo de Calipso por Ulises se había desvanecido. Los dos
sentían un dolor profundo en el alma porque sabían que sus caminos se tenían
que separar. Fue esa noche la última vez que hicieron el amor apasionadamente,
sintiendo desesperadamente que el deseo se desvanecía y que el dolor
subsiguiente sería tan hondo como el placer experimentado. Habían probado las
mieles del gozo más alto y aceptaban lo que otras almas beatas habían
declarado: que la belleza se debe contemplar sin el anhelo de poseerla ni de
experimentar repetidamente el placer de disfrutarla. Así que amargas lágrimas
brotaron de ambos y se despidieron entre profundos gemidos, pues sus almas
quedaban trágicamente heridas, pero el amor, pensaron en el último abrazo, no moriría,
permanecería en sus corazones hasta más allá de la sepultura. Polvo anhelante
de amor subsistiría bajo la dura tierra.
En el sueño que siguió, aún recordaba
Ulises a Telémaco, tierno brote, y la felicidad que había inundado su corazón
el día que tuvo noticias de su llegada al mundo. Cuando lo conoció era un
retoño dulce y cariñoso y transmitía una serenidad que calmaba los nervios de
cuantos lo contemplaban. Por ello se había ganado el amor incondicional del
padre. Este, ya adolescente, había viajado a Pilos y Esparta para informarse
del paradero de su padre. Pero solo supo decirle el espartano Menelao que su
padre permanecía en la isla de Calipso.
En Ítaca no le faltaron pretendientes a
la bella Penélope. A pesar de su recatado pudor y siempre esperanzada en poder
volver a abrazar a Ulises, con el tiempo la esperanza se tornó en desasosiego y
el cielo alegre de su vuelta, con nubes sobres nubes oscurecido por la ausencia
del amado, hizo que gozara las mieles del amor y se entregará a Antínoo. Pero antes
de casarse, un presentimiento le invadió el pecho. Presagiaba con certidumbre
el regreso de Ulises, al que tan ciegamente amaba, así que demoró los
esponsales con el pretendiente.
En la barca construida por Calipso, con
la velas desplegadas e impulsadas por viento favorable, zarpó Ulises rumbo a su
patria. Pero Poseidón, dios de los anchurosos mares, quiso vengar la afrenta de
nuestro hombre a su hijo Polifemo, a quién dejó ciego con la estaca de olivo, y
agitó el océano entero con fuerte oleaje hasta que la barca se deshizo por el
embate del mar y Ulises solo pudo abrazar un madero para no morir ahogado en
las aguas, abandonado al empuje de las olas, exhausto y solo, deseando que la
muerte terminara con sus terribles padecimientos, porque en la inmensidad del
océano era incapaz de comprender y superar su miedo a la soledad y a la muerte.
A merced de la marea, después de varios
días, llegó desfallecido a las playas de los feacios, el corazón débilmente
palpitando, entumecido por las frías aguas, apenas vivo e incapaz de poder
moverse, se desplomó sobre la arena. Así estuvo horas y horas, hasta que el
carruaje de la princesa Nausícaa, hija del rey Alcínoo, descubrió su cuerpo
yerto en la playa. Al instante la joven se enamoró profundamente de Ulises y lo
llevó a palacio para que fuera reanimado por sus sirvientes. Tras comer, beber,
lavarse y recuperar el sentido se presentó como Ulises ante el rey Alcínoo, le
narró todos sus sufrimientos y este lo reconoció de inmediato. A los pocos días
preparó una nave bien provisionada para que Ulises pudiese partir hacia Ítaca.
Cuando desembarcó, contempló primero sus
tierras, en las que crecían olivos y árboles frutales, las plantas de su huerta
que ofrecían sano y oloroso alimento, las suaves colinas en las que pastaba el
rollizo ganado y se arrodilló incapaz de contener la emoción por volver a su
tierra, después de años y años de nostalgia insatisfecha. Portaba ropas de
mendigo, pues sabía que solo con la máxima humildad y la disolución absoluta de
la identidad propia podría recuperar a su familia. Se sentó y se refrescó a la
orilla del río que regaba sus huertas y allí, curioso, se le acercó el joven
Telémaco que lo reconoció por la cicatriz en su desnudo pecho, pues el calor
arreciaba. Los ojos del joven se le inundaron de lágrimas, conmocionado por la
visión del padre tantas veces anhelada y ambos se fundieron en un tierno y
doloroso abrazo. Así habló al hijo Ulises:
“Solo con la humildad de quien debe
abandonar toda ambición y todo egoísmo, puedo presentarme ante ti y tu madre
para obtener el perdón por mis engaños y mis tretas que me han condenado a
morir sin la paz suprema. Ya solo deseo alimentarme de esta huerta y estos
árboles y cuidaros a la madre y al hijo como debí siempre cuidaros. Cuanto
menos codiciemos, más amor generaremos en nosotros y nuestro entorno. He estado
en palacios de reyes y moradas de dioses y no es más feliz quien más ostenta,
sino quien menos desea. Entraré ahora en casa para encontrarme con tu
madre”.
Así entró furtivamente en la casa y se
encontró con la bella Penélope. Al
principio, en la distancia, esta no lo reconoció por sus pobres vestimentas,
pero al acercarse pudo distinguir el antiguo brillo de sus ojos y la vieja
cicatriz. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Penélope. Después el rencor y la
ira ascendieron a su pecho, pues conocía las noticias de su relación con
Calipso en Ogigia y se apoderó de ella el deseo de insultarle y ultrajarle.
Gruesas palabras salieron de su pecho enrabietado, un manotazo alcanzó el
rostro de Ulises y el llanto abundante inundó sus tiernas mejillas. Él quiso
abarcarla en el abrazo, pero ella se resistía con todas sus fuerzas. Y así
estuvieron varios minutos hasta que el agotamiento por la energía derrochada
calmó sus nervios.
Entonces dijo Ulises, el de los mil
rostros: “Bien cierto es que te he lastimado y que quizás no merezca tu perdón,
ni el de nuestro hijo, quizás deba pagar ese precio por mi alta traición. Me
odio por ello y me humillo ante ti, pero si queda una brizna de perdón en tu
pecho, perdona a este hombre mortal que siempre te ha tenido viva en su corazón
y en su alma, que siempre te han pertenecido y te pertenecerán hasta el último
aliento. Solo deseo morir en tus brazos. Mas cuando venga la muerte, debemos
saber que, si solo hemos amado lo particular, no hemos amado al prójimo y que
esta duda abra una pequeña luz en la oscuridad profunda, para no morir ciegos
de egoísmo.
“Cultivemos este huerto y estos árboles
y compartamos sus frutos, no codiciemos más y abramos nuestro corazón, aunque
sea solo unos instantes, a la totalidad del mundo que incluye lo individual y
lo particular. Intentemos disolver el pasado y el futuro, en un presente
sencillo y lleno de amor. Mostremos el camino recto a nuestro hijo para
contentarse con lo simple y natural, para que no ambicione más que su propia
libertad interior, para que se esfuerce en comprender sus miedos y no escape de
ellos persiguiendo ideales y aventuras como hice yo en vida. Me arrepiento de
mi violencia interna, de mi ambición, de mi lujuria, de mi ira. Soy un cobarde
y moriré con miedo. Perdóname por todo ello.”
Así dijo Ulises, afligido y entre
sollozos profundos, y el corazón de Penélope se apiadó de la debilidad de
nuestro hombre, lo estrechó entre sus brazos y posó sus labios en la frente de
Ulises, como siempre había hecho.
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