ECO Y NARCISO
ECO Y NARCISO
Cuenta
la historia que el río Céfiso envolvió un día a la añil ninfa Liríope en sus
espumantes aguas y la cubrió hasta fecundarla. De su henchido vientre la bella
ninfa dio a luz al pequeño Narciso, que ya desde sus primeros días atraía las
miradas de las gentes que lo amaban.
Liríope
consultó a Tiresias, el adivino más reputado de las tierras beocias, si su hijo
alcanzaría una vejez serena o si, en cambio, moriría joven. El adivino contestó
que viviría largos años y tendría descendencia solo si no llegaba a conocerse a
sí mismo. Pero lo que en realidad sucedió contradijo las predicciones del
famoso vidente del futuro.
A
la edad de dieciséis años su juvenil rostro escondía un halo de inocencia infantil.
Muchos jóvenes y muchas doncellas lo desearon, pero ni una llama de amor se
encendió en el frío y duro pecho que latía tras la ternura y calidez de su
carne. Lo deseaban, pero no lo querían y eso hería profundamente el corazón de
nuestro joven.
El
bisoño muchacho desdeñó a otras ninfas nacidas en los prados y en los montes
que reclamaban sus beneficios sexuales. Así, una de las jóvenes que había sido
rechazada por nuestro exigente joven le amonestó, sus manos suplicantes contra
el añil del cielo:
“Ojalá
que él también sufra y padezca en sus mismas carnes igual experiencia y que no
alcance el objeto de su anhelo”. Pero tampoco quiso el cielo, sordo al rencor y
a la ira, obedecer la maldición que la joven dirigía contra aquel.
Existía
en un claro del bosque una fuente cristalina, de aguas claras, no enturbiadas
por ningún animal del bosque, tan puro era su estanque que ni siquiera una rama
de árbol lo había empañado. Densa vegetación crecía en torno y ocultando la
fuente a los rayos del sol, la mantenía siempre limpia y fresca.
Allí,
sobre la mullida y suave hierba, se recostó Narciso, fatigado por el ejercicio,
embriagado por la belleza del lugar y sediento por el intenso calor. Y mientras
apaciguaba su sed, una sed aún mayor le dominó: mientras bebe, es cautivado por
la belleza que ve reflejada. Se siente atraído por una imagen inmaterial y sin
cuerpo, siente cuerpo lo que es líquido y se queda en éxtasis, rígido cuál
marmórea estatua. Contempla sus ojos, rutilantes astros de luz, sus cabellos
áureos, las suaves facciones de su rostro y el cristal resplandeciente de su
frente, el encanto de sus labios y la rosa que aflora en el candor de su nívea
piel. Es arrastrado por la misma imagen que arrastra a los demás.
Deseando,
se desea a sí mismo, el anhelo y él son lo mismo y arde en su mismo fuego.
¡Cuántas veces posó estérilmente sus tiernos labios sobre las aguas
cristalinas! ¡Cuántas sumergió sus brazos para abrazar la imagen y abrazó un
reflejo que se desvanecía al querer apresarlo! Deslumbra sus ojos, la misma
ilusión vana que los engaña. ¿Por qué intentas apresar huidizas imágenes? Lo
que anhelas, no tiene existencia propia. Apártate y desaparecerá lo que
inútilmente amas. Solo es un fantasma,
imagen tuya reflejada, y si te alejas del agua desaparecerá.
Ni
el deseo de alimento ni de sueño reparador lo alejan de allí. En cambio,
recostado en el blando césped de la ribera, observa con mirada ambiciosa el
reflejo embaucador y le ciega la luz deslumbrante de sus propios ojos. E implorando
más allá de las copas de los árboles que lo circundan se tortura: “¿Venerables
y viejos árboles, habéis visto sufrir por amor tanto como yo sufro ahora? No
puedo alcanzar lo que deseo. No nos separa el vasto océano sino solo un poco de
agua. El ansía mis labios, pues cada vez que acerco los míos él también los
acerca apretados contra el agua. ¿Por qué huyes de mí? ¿Acaso mi apariencia,
como a todos, no te atrae? Me das cierta esperanza, pues cuando sonrío tú
también lo haces y cuando cae de mis ojos una lágrima, también una lágrima se
desliza por tus tiernas mejillas. Al final comprendo que es mi reflejo de quién
estoy enamorado. Mi propia riqueza me convierte en el ser más mísero de la
tierra. Me consumo por mí mismo, yo causo el fuego en que mi alma se quema. En
la primavera de mi vida estoy muriendo y pienso que la muerte será descanso a
mis penas”
Así
dijo, y con sus lágrimas enturbió las aguas y desapareció la imagen que lo
atormentaba. El miedo a no amar y ser amado lo condujo a un dolor extremo, sus
oídos y su mente no escuchaban las enseñanzas sagradas que en otro tiempo
habían aliviado el temor de su alma. No era capaz de comprender su angustia. Su
mente se había separado del río ancestral e inmanente que lo trajo al mundo. Y
el sufrimiento impregnaba todos sus actos.
Hasta
que un día, por entre la frondosa vegetación apareció libre en su inocencia una
joven ninfa, pero ya mujer y adulta, llamada Eco. Su blanca y proporcionada
frente desfavorecía la pureza del cándido lirio. Sus ojos dulces y melifluos
movían a lágrima jubilosa la mirada que se posase en ellos, sus delicados y
humedecidos labios atraían los sentidos más que el clavel salpicado en el alba
de rocío y el cuello, frágil pero esbelto cristal, incitaba a hundir la
respiración en él y aspirar así la fragancia del amor más puro.
Al
instante Narciso la amó profundamente, no solo por su belleza externa sino
también por la sencillez y la dulzura de su alma. Por primera vez probó las
mieles del amor. Pues, ¿quién no queda atrapado por las más altas cualidades de
otro ser?; ¿quién no se apega a la bondad y a la belleza supremas? Quizás haya
almas libres que puedan superar los más altos ideales, pero Narciso era un
hombre de carne y hueso y no pudo abstenerse de desearla desde aquel momento. Dicen
los sabios que han prevalecido sobre el mundo que, como mejor se contempla la
belleza de un rostro, de un paisaje o de un atardecer es gozando de ellos sin
pretender repetir y experimentar el mismo placer de contemplarlos nuevamente,
es decir, sin el deseo de poseerlos. Pero Narciso sintió el aguijón profundo de
desear volverla a ver y repetir el mismo placer que había experimentado.
Así
que se acercó a ella y la habló durante largas horas dulce y tiernamente y Eco
se enamoró igualmente de Narciso. La suave llama del afecto humano había
alcanzado hasta la última médula de la ninfa. Sentía ligero su cuerpo y como
elevado de la tierra por las auras placenteras del amor.
Y
allí, junto a la fuente sonora, gozaron día tras día de labio contra labio,
labio contra frente, labio contra cuello, queriendo absorber en cada beso la
esencia del amado y alcanzaron un placer intenso pero sereno. La suave luz de
sus ojos, fijos en los ojos del enamorado, avivaban la energía de sus almas. Y
así gozaron hasta que los cabellos áureos de Narciso se trocaron en plata.
Y
en esa entrega de amor desesperada crearon nueva vida, tierna y delicada,
deseando que el hijo no se sometiera, como el padre, a la tiranía del ego. Así
que Narciso instruyó a su hijo en los mensajes sacros para que se abriera una
luz en su mente que iluminara la oscuridad del pensamiento ávido. Así pasaron
los años y llegó a Narciso la sombra postrera y, para llevarse una brizna de
paz con que contrarrestar el miedo a la muerte, este fue el último de sus
pensamientos: “La vida es sueño y uno solo se libera de ella al despertar de
todos los anhelos.”
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